Si mi memoria no falla, creo que no ha existido celebración dieciochera fuera de mi natal Osorno; esté donde esté y suceda lo que suceda, las fiestas patrias toda mi vida la he pasado en este lugar. Y este año no fue la excepción, por tal razón fui testigo de cómo por un par de días nuestra ciudad fue transformando su rostro. El mismo semblante que a veces miramos con desidia y otras con optimismo, pero que se engalana o intenta hacerlo cada aniversario del país.
Ciertamente el gran ícono de celebración osornina ha sido por años la plaza de armas, lugar donde tradicionalmente se llevan a cabo una serie de actividades como concursos de cueca; presentación de conjuntos folclóricos; y por supuesto, la instalación de una feria con locales dedicados a la artesanía, volantines, golosinas, entre otras cosas.
Si bien se han hecho distintos esfuerzos por diversificar el lugar de emplazamientos de las actividades dieciocheras a otras áreas de interés como el Parque Chuyaca (donde este año se realizaron los juegos criollos), la reina indiscutida de las fiestas patrias es siempre la misma: la plaza.
Si bien se han hecho distintos esfuerzos por diversificar el lugar de emplazamientos de las actividades dieciocheras a otras áreas de interés como el Parque Chuyaca (donde este año se realizaron los juegos criollos), la reina indiscutida de las fiestas patrias es siempre la misma: la plaza.
Es evidente que muchas cosas han cambiado, de partida el traslado de los fuegos artificiales hacia la Villa Olímpica ha menguado el volumen de personas que cada 19 de septiembre se dejaba caer sagradamente por plaza de armas y sus calles aledañas. No lo sabré yo que durante mi adolescencia asistí de manera casi ritual a ver los fuegos, cuando no había mejor panorama que reunirse con los amigos e ir “en patota” a presenciar el espectáculo pirotécnico.
No obstante, la plaza sigue teniendo sus ritos, aquellas particularidades que la distinguen de las otras plazas cívicas del país. Tal vez la más reconocida es la vieja costumbre de sorprender con un puñado de challa al transeúnte, mientras éste camina con la boca abierta. Todos hemos caído en este juego, por lo menos cuando éramos niños o adolescentes.
Esta acción tan sencilla transforma las grises veredas en extensos pasillos blanquecinos que unidos a los puestos multicolores matizan cada 18 de septiembre la plaza de nuestra ciudad.